lunes, agosto 29, 2005

RED FANTASMAL


SAGRADO CORAZÓN


“Ven a la casa, el papá está muerto… fue un infarto”

Hace tiempo que esperaba este llamado, sin embargo la voz temblorosa de mi hermana me produjo un largo silencio del que me costó reponerme.
Quince años, después de quince años vuelvo a esta casa. No sé qué pensar, la veo igual que la última vez, pero sé que no es lo mismo desde la muerte de mi madre.
La casa se marchitó como si la depresión de ella le hubiese afectado también. Es obvio, cuando ella vivía esas paredes estaban siempre bien pintadas, el pasto corto y los árboles frescos. Este pedazo de tierra se mantenía siempre abierto e impecable, pero murió con ella. Un día de abril hace quince años exactos.
No tenía ganas de hablar con nadie, pero el triste reflejo de lo que fue mi hermana se me acercó sollozando, dándome un lánguido y prolongado abrazo.
Qué podía decirle?
La solté sin palabra alguna, sin gestos, sin esfuerzo y entré. Cada paso, un golpe de recuerdos, aunque los olores ya no eran los mismos, las cosas no estaban donde siempre. Era como una mala réplica del hogar de mi infancia, como si fuera uno de esos sueños en donde los nombres de las cosas no son el reflejo de lo que estamos viendo.
Recorrí sus estrechos pasillos hasta llegar a mi vieja habitación. Todo estaba cubierto con sábanas blancas, pero asumí que debajo de dicho manto estaba intacta mi infancia, tal cual la dejé la última vez que me levanté en esta casa.
Por un segundo oí la voz de mi abuela, la risa contagiosa de mi hermano. Pude sentir el perfume de mi madre. Todo junto atascándose en mi garganta, inmovilizándome, como si los fantasmas de mi ausencia se abrazaran con mis recuerdos.
“Ya llegaron, atiéndelos tú que yo no podría verlo así”, me dijo mi hermana. Cada vez más pálida, cada vez más ausente.
Recibí a los de la funeraria, los guié a la pieza de mi padre, les di indicaciones, les entregué la ropa, pagué por sus servicios. Tomé la botella de whisky que papá solía tener a los pies de su cama, me serví un trago y me senté a observar hasta que quedó convertido en el reflejo de un cajón de madera.
Con algodón limpiaron los restos de sangre en sus narices, lo peinaron cuidadosamente, colorearon sus mejillas y lo vistieron con su mejor traje. Irónicamente, el mismo de todos los funerales a los que asistió.
No podrías haber muerto más pobre y solo pensé, ni siquiera yo estoy aquí.
Pedí que se lo llevaran, le dije a mi hermana que fuera con ellos, que yo la seguía hasta la iglesia, que me esperara allá, que yo cerraría la casa.
Olvidé el vaso en alguna parte así que tomé la botella y salí al patio, caminé hasta el fondo, hasta la vieja gruta consagrada al Sagrado Corazón.
Me senté y apoyado en ella cerré los ojos, me disculpé con mi hermano y con mi abuela por no haber estado, por no haber vuelto.
Hablé con mi madre, traté de recordar su rostro alegre, de refugiarme en él, pero un hielo recorrió mi espalda pegándose a mi cuerpo, como hace quince años, el día en que la vi desvanecerse en la pena de no ser amada.
Me di vuelta y empecé ha excavar con las manos bajo la gruta, la tierra dura de este suelo que alguna vez fue mi suelo.
Excavé con rabia, excavé con fuerza, excavé mis recuerdos hasta ese día hace quince años y lo vi llegando, indiferente, dejándola morir en su embriaguez, intoxicado, golpeando a mi hermano, vociferando hasta que a ella no le quedó mas remedio que la muerte.
Seguí excavando y destrozando mis manos, bañando esta tierra con sangre, viéndolo ahí tumbado pobre y sucio, con la única compañía de su hija, un espectro que alguna vez fue mujer.
Seguí excavando hasta el llanto y ahí estaba, la encontré envuelta en un pañuelo rojo bajo los pies de Cristo, mi maldición, mi venganza.
Mi pacto se había cerrado con su miseria, con su muerte, con mi alma.
Entonces la vi llegar y besarme la frente, la vi irse agradecida por tomar su lugar.